Unas veces se gana, otras se aprende
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Unas veces se gana, otras se aprende

En un mundo como el nuestro en el que todo el mundo habla de éxito, en el que la felicidad queda plasmada en tazas de café con mensajes cuquis, en el que el lema constante es “si quieres puedes”, me parece imprescindible trasladarle a mi hija que la vida más allá de esta idea de la felicidad exprés y del triunfo asegurado.

Me parece muy necesario decirle que la vida está llena de fracasos, de tropiezos y que está bien sentirse triste o enfadada por ellos. Porque detrás de cada hombre o mujer de éxito suele haber una historia de fracasos previos y por qué no decirlo, detrás de cada titular de periódico ensalzando a una actriz o deportista triunfante, hay también muchas historias de hombres y mujeres que se quedaron por el camino intentándolo. Que sí, que el esfuerzo, la constancia y la perseverancia son ingredientes indispensables para llegar a tu meta, por supuesto, pero que a veces, además, también se necesita suerte.

Por eso una de las cosas más importantes que me ha enseñado la disciplina positiva es a cambiar la mirada ante el fracaso, a ver el error como una oportunidad de aprendizaje no solo en mi hija sino también en mí misma. A enseñarle a ella y a mí, que la vida va de eso, de caerse muchas veces, de empezar de cero.

Me ha enseñado a poner más el foco en el esfuerzo y menos en el resultado, a recordar cada día la importancia del viaje, como decía Kavafis en su bellísimo poema de Ítaca, y a entender que la vida es un camino y no una meta.

Esta filosofía de vida me ha enseñado a gestionar el error, a creer que cada tropiezo me acerca un poco más al éxito, entendiendo este último como a mí me parece que es, y no como la sociedad me dicte que tiene que ser.

Enseñar a fracasar debería ser asignatura obligatoria en cada familia y escuela, ya que a fracasar también se aprende.

Enseñar a perder y no solo a ganar, enseñar a tolerar la frustración que el fracaso acarrea y lo mejor de todo aprender de ella.

Me pregunto cuántos de nosotros dejamos de preguntar en clase, porque si lo hacíamos y la respuesta era incorrecta, los compañeros se burlaban de nosotros, o peor aún, el profesor nos hacía sentir vergüenza. O dejamos de contarles a nuestros padres que habíamos cometido un error, que nos habíamos equivocado, porque sabíamos que en lugar de compresión nos encontraríamos con represalias.

En esos momentos interiorizamos que no debíamos arriesgarnos más, que no merecía la pena. Y dejamos de hacer preguntas. Y dejamos de confiar.

Yo no quiero que mi hija tenga miedo de equivocarse. Yo no quiero que a mi hija el fracaso la detenga. Lo que quiero es que mi hija sepa que solo dejan de equivocarse aquellos que no lo intentan.

Y por eso me cuido mucho de conectar con mi hija y escucharla antes de corregirla, ya que de la manera de reaccionar ante un error de nuestros hijos, de la manera que tengamos de afrontarlo, dependerá, en gran medida, que ellos aprendan a hacerlo.

Así que te propongo algo: la próxima vez que tu hijo cometa un error (se ponga los zapatos al revés, tire algo al suelo, pise y rompa un juguete, deje olvidado algo en el colegio, rompa algo que le has prestado, no lleve la nota a la profesora que le hemos dado, pinte la pared o llegue con un suspenso después de haberse esforzado mucho), en vez de recriminarle o castigarle, prueba a decirle ¡qué bien que te has equivocado! Si la equivocación te parece demasiado grave y no te ves capaz de decirlo, prueba a pensarlo por lo menos 🙂

Primero explícale la razón por la cual piensas que ha actuado de manera incorrecta para posteriormente animarle a encontrar una solución por él mismo. Debemos ofrecerle la posibilidad de corregir su conducta, de descubrir la raíz del problema, de indagar lo que hay debajo de su comportamiento o de sus tropiezos.

Después podemos indagar sobre lo que él cree que causó el problema, buscad juntos posibles soluciones, podemos alentarle con frases como “seguro que se te ocurre alguna idea para solucionarlo”, o hacerle preguntas como estas: ¿Qué puedes o necesitas hacer para reparar el daño?, ¿Qué crees que necesitas mejorar o hacer de otra manera?, ¿Qué ha pasado?, ¿Por qué crees qué ha ocurrido? ¿Cómo podemos evitar que vuelva a suceder? o ¿Qué has aprendido de esto?

Pero para eso primero hemos debido crear en nuestro hogar  un clima de confianza en el que todos los miembros de la familia puedan cometer y aprender de sus errores en vez de pagar una y otra vez por ellos, y hemos debido alentar y motivar a los peques para saber que son capaces de hacer bien las cosas. Les podemos alentar con frases que pongan el punto de mira en el proceso y no en el resultado, que se enfoquen en lo que ellos piensan sobre sí mismos y no en lo que pensamos nosotros de ellos: “debes estar orgullo de ti”, “hiciste un gran esfuerzo”, “la próxima lo harás mejor”, o “confío en tu criterio” son solo algunas ideas.

Además, como padres, los errores de nuestros hijos también nos proporcionan mucha información y nos dan la oportunidad de hacernos preguntas acerca de estos: ¿Le he dado el suficiente tiempo para realizar la tarea?, ¿Lo que le estoy pidiendo a mi hijo está en consonancia con el momento evolutivo en que se encuentra?, ¿De qué manera puedo alentar a mi hijo para que no lo vuelva a repetir?, ¿Estoy siendo demasiado autoritario o quizás por el contrario estoy siendo permisivo?, ¿Le estoy comprando demasiadas cosas y por eso no pone cuidado en ellas?, ¿Estoy tratando mejor a su hermano que a ella?, ¿Yo me esfuerzo?, ¿Ven mis hijos que me penalizo por mis errores?

Hace tiempo leí una historia que me gustó mucho y quiero compartirla contigo.

 

Un día un profesor entró en clase y se dirigió a la pizarra. Todos los alumnos observaron en silencio. El profesor buscó una tiza y comenzó a escribir la tabla de multiplicar del 9 en el encerado, de esta forma:

9 x 0= 0

9 x 1= 7

9 x 2= 18

9 x 3= 27

9 x 4= 36

9 x 5= 45

9 x 6= 54

9 x 7= 63

9 x 8= 72

9 x 9= 81

9x 10= 90

Los alumnos comenzaron a reír. Y el profesor se dio cuenta. Al girarse les preguntó: «¿de qué os reís?»

Un alumno contestó: La tabla tiene un error, 9×1 no es 7, sino 9.

El profesor soltó entonces la tiza y les dijo: «Bien, esto demuestra que no os habéis dado cuenta de que he tenido 10 aciertos. No me habéis felicitado por ello. Solo os habéis fijado en que he tenido un error. Y así os juzgará la vida: el mundo no alabará vuestros millones de aciertos, sino que se fijará en los pocos errores que cometáis».

Algunos de vosotros, al escuchar esta historia, pensareis en lo injusta que puede llegar a ser la vida, o en lo fácil que resulta centrarse en los errores de los demás. Y otros muchos que mejor no equivocarse que si no se burlarán de ti.

Yo he pensado en lo bonito que sería que empezáramos a valorar a las personas por sus aciertos y no por sus errores y en que cuando mi hija se equivoque como lo hizo el profesor, espero acordarme de las otras muchas veces que sí hizo las cosas bien.

Y tú ¿qué eliges?

¿Centrarte en los aciertos de tus hijos o en sus equivocaciones?

 

 

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